Historias de Frontera: el peleador anónimo…
José Ángel Solorio Martínez Los años 70, fueron los tiempos en que La Protesta, Blanco y Negro, y otros conjuntos musicales amenizaban las fiestas en la Cámara Nacional de Comercio (CANACO), de Río Bravo, Tamaulipas. Los jóvenes, vestían pantalón acampanado de terlenka lisa o a cuadros, camisas coloridas, y zapatos de plataforma; las chicas, llevaban vestidos ajustados de vivos colores y zapatos de tacón de media altura. Las canciones favoritas de esos chavos, eran los almibarados éxitos de Los Solitarios, el bucólico romanticismo de Los Babys, las azucaradas rolas de Mocedades y una arrasadora presencia de la sensiblería de los Ángeles Negros y Los Terrícolas. A esos eventos, concurrían frecuentemente un grupo de mocetones de 16 a 25 años. Su diversión era bailar y flirtear con chicas, en primera instancia; cuando se aburrían de eso, su plan “b” era provocar a otros concurrentes y salirse a la calle a intercambiar golpes. “Tiro amistoso”, le llamaban. Todos, eran diestros en la riña callejera y en el pleito de callejón. El Choche, el Mura, la Cholina, el Juanón, Pancho Chorizo, y la Rata, eran parte de ese grupo que vivía sobre la calle Aguascalientes. Una noche, encontraron un hueso duro de roer. Por un motivo menor, salió el reto. Tocó el bingo a un chaval güero, flaco y correoso, pelo pajizo, playera azul pegada al cuerpo, pantalón acampanado de mezclilla y mocasines. Salieron a la calle lateral oriente de la CANACO. Dos faroles, iluminaban tímidamente el improvisado ring. La música –dulzona y cursi- salía por las hendiduras de las puertas, las ventanas y rodaba sobre el asfalto. El líder de la pandilla –Juanón Maltos-, ordenó: -¡Éntrale Choche!.. Choche, era un chico de no más 160 de estatura. Rubio, rostro rojizo, formidable atleta toda su vida. Pesaba algunos 95 kilos de puro músculo. Bravo como todos sus amigos de banda. Se quitó la camisa. Bíceps de fisiculturista y espalda de cargador. Se movía con velocidad, fintando y moviendo su cabeza como péndulo. Decenas de peleas callejeras de las cuales había ganado una inmensa mayoría, lo respaldaban. El desafiado, lo centró de una patada al bajo vientre y un derechazo a la mandíbula. Azorado, Maltos, sentenció: -¡Sigues Cholina! Era éste desafiante, un chavo flaco, chaparro, fuerte, que era famoso por su bravura y su gallardía en el combate. El mismo resultado: cayó al suelo después de varios intercambios de golpes. El desafiado, parecía de acero: asimilaba castigo como nadie y respondía con veloces patadas, rectos y ganchos al rostro y al cuerpo de sus enemigos. El grupo empezó a preocuparse. Otra vez el Juanón: -¡Vas tú Mura! El Mura, de más de 180 de estatura, seco, óseo pero con una fortaleza que conocían sus contrarios en los campos de futbol del campo Las Liebres, entró al quite. Lanzaba unas relampagueantes patadas derechas e izquierdas, que sorprendieron al advenedizo. Sólo unos minutos. Luego, el Mura recibió un sofocón al abdomen con un dibujado derechazo de su contrincante. El Juanón como mariscal de campo, instruyó: -¡Sigues Pancho Chorizo! Chorizo era un chaval de mejillas coloradas, espigado, macizo. Su mejor virtud, era el ataque. Y su principal fortaleza, su valentía. Corrió similar suerte que sus predecesores: fue derrotado tras cuatro intercambios de golpes. Se limpiaba la sangre de la nariz, cuando Maltos bramó: ¡Pártele la madre a este cabrón Muñiz!.. Salió la Rata con furia. Mucha furia: ya el desconocido, había batido a su hermano el Mura. Echado para adelante la Rata, embistió a su enemigo. (Muñiz, nunca caminó hacia atrás en una bronca. Por más candela que recibiera). Logró asestar varios puñetazos a su rival. Finalmente, quedó horizontal viendo los faroles. El victorioso desconocido, ya presentaba efectos de su maratónico pugilato. Cejas partidas, nariz chorreante, mejillas abiertas y playera en girones escurriendo sangre. La lista de correligionarios del Juanón, se había agotado. Los espectadores presenciaban el aldeano circo romano. El Juanón, se despojó de su camisa de manga corta. Dejó ver sus poderosos brazos y sus puños, como del tamaño de un melón. Maltos, era un ropero. De más de 190 de estatura, tenía un peso de 130 kilos. Potente como un toro. El peleador anónimo, lo recibió con una patada en el vientre y un derechazo en la mandíbula. El Juanón, ni se inmutó. Varios derechazos de Maltos, se perdieron en el aire ante el resorteo y el bending del invicto. A contragolpe, el desconocido aumentó su puntaje con una patada circular que entró en las costillas del Juanón. Por más de 10 minutos intercambiaron metralla. Hasta que un derechazo, llegó a la frente del verdugo de la pandilla del Juanón. Quedó tendido, respirando con un ruidoso fuelle.. -Vámonos dijo el Juanón respetuosamente, dirigiendo la mirada a su contrincante. “Vámonos”, le respondieron todos. El clan del Maltos, nunca supo a quién enfrentó. El púgil callejero, que doblegó a la mayoría de la horda capitaneada por el Juanón, era Juan Zendejas Hernández, miembro de los Grupos Especiales de Paracaidistas de la Fuerza Aérea Mexicana. Estaba de visita en Río Bravo, Tamaulipas, disfrutando a su familia, por las Navidades luego de múltiples combates en el estado de Guerrero, contra la guerrilla de Lucio Cabañas. Quince días más tarde, Zendejas regresó a las cañadas guerrerenses a enfrentar la insurgencia. La pandilla del imbatible Maltos, un tanto maltrecha, retornaría con la inocencia y el júbilo de siempre al salón de la CANACO…