Antonio Navalón
Escrito está en La Biblia, “quien siembre vientos, cosechará tempestades”. Hace mucho tiempo, desde el cambio estructural que supuso dejar las industrias por la especulación, de cambiar el acero sólo por la influencia militar, financiera y tecnológica, Estados Unidos empezó a jugar con los dados de la interpretación de lo que hasta ese momento era la principal virtud y el principal valor estadounidense: su coherencia constitucional y su legado institucional.
Desde el inicio de su presidencia, Donald Trump renunció al papel rector y al liderazgo moral y fáctico de Estados Unidos en el mundo libre. El presidente estadounidense abandonó las costumbres del comercio internacional y si bien hizo medidas correctivas de primer orden en su relación bilateral con China, se llevó por delante todo el ordenamiento tanto de carácter defensivo como comercial, así como las libertades que tanto tiempo costaron ser consolidadas.
Desde su toma de protesta, Donald Trump decidió que Estados Unidos, que él presidiría, sería un país donde, para empezar, mentir dejaría de ser un delito. Él mismo ha mentido desde que inició su campaña y, lo que es peor, ha seguido mintiendo diariamente desde el Despacho Oval, apoyando y creando la escisión y la gran separación de su pueblo basándose en la descalificación de los demás. Ha creado un estado de tensión de tal magnitud que ha estallado como la guerra civil encubierta que ahora mismo tiene en las calles. Los Estados Unidos de Donald Trump son unos Estados Unidos que no son reconocidos por muchos de los mismos estadounidenses, pero esto es algo que los compañeros obligados de viaje del llamado líder de nuestro mundo no han podido reconocer.
Sin el Covid-19, sin Trump y sin el largo camino de este fuego y de esta furia fomentada y alimentada en el seno de la sociedad estadounidense, no se puede entender por qué o cómo es que hemos llegado a este punto. Un punto caracterizado por el toque de queda en las principales ciudades, por el asalto de las tiendas ubicadas en las principales calles de Nueva York y en el cual –por si no fuera suficiente con la tragedia de la pandemia y sus consecuencias económicas – con todo el miedo colectivo y toda la violencia desatada, pareciera que estamos siendo asistentes del estallido de una nueva guerra civil.
Conscientes de que su país fue hecho bajo sangre y fuego, los estadounidenses viven en la permanente contradicción de tener una enmienda constitucional que más que garantizar el derecho a portar armas, es casi como si se estuviera fomentando. Y todo frente a una sociedad que constantemente ha buscado desarrollar legislaciones que aseguraran el predominio de la parte civilizada sobre la parte salvaje de la misma, sin tener un éxito claro.
Trump no fue un accidente del desarrollo político o bascular de Estados Unidos. Después de haber elegido al primer presidente de ascendencia africana, los estadounidenses optaron por elegir a un especulador de bienes raíces neoyorquino. Un personaje que además se caracteriza por tener un lenguaje políticamente incorrecto y por hacer cosas que a cualquier otro político le hubieran costado el cuello. Sin embargo, a Trump esas acciones no han provocado más que una erosión, aunque constante, de su popularidad. Trump sigue contando con lo que ahora es una minoría que está a favor de su política y que efectivamente ya le hizo ganar la presidencia en una ocasión. Una elección dudosa en cuanto al juicio que merece el sistema estadounidense en su conjunto, pero clara desde el punto de vista democrático. Y a partir del momento de su elección, todo lo que pudo haber destruido a Trump –su relación con las mujeres, sus políticas racistas, sus comentarios altamente denigrantes, especialmente contra México y los latinos– todo eso que hubiera acabado con cualquiera, al Presidente estadounidense, si bien no le ha dado una aureola de simpatía, sí por lo menos de imbatibilidad.
Hasta este momento, Trump iba a bordo de un avión supersónico camino a conseguir su segunda victoria. Además, el sistema político estadounidense –tan enfermo como está en este momento– se encontraba en medio de una crisis cuádruple que bien Trump pudo haber aprovechado. En primer lugar, se encontraban las constantes crisis en los distritos electorales. En segundo lugar, el predominio de los políticos profesionales sobre las sociedades. En tercer lugar, la pérdida de las señas identitarias de los orígenes de los dos partidos mayoritarios. Y por último, la extraña amalgama de lo que se ha convertido el Partido Demócrata.
El Partido Republicano no es el partido de Donald Trump. Es el partido que, con Trump al frente, recuperó el poder, lo cual es distinto. Ni Trump nunca ha intentado ser demasiado republicano, ni los republicanos se han esforzado para darle más poder y agradecimiento que lo que significa que los haya devuelto a la Casa Blanca. En cuanto al Partido Demócrata, muchos de sus integrantes están enfrentados de manera absoluta y no han terminado de encontrar los elementos de cambio político que Estados Unidos merece o necesita. Y, por si fuera poco, con un candidato demócrata elegido por eliminación como es Joe Biden –escondido en su casa debido al Covid-19– y en medio de la mayor crisis de la historia de Estados Unidos. Y esos días de fuego y furia con los que Trump amenazó al dictador norcoreano Kim Jong-Un en caso de no llegar a un acuerdo en conjunto, ahora se están volviendo sobre las calles y el sistema político estadounidense.
Trump fue uno de los primeros en hacer la gran pregunta, ¿qué es mejor, morir a causa del Covid-19 o morir de hambre? Él fue uno de los primeros que planteó que el tratamiento y la cura para la enfermedad no podía tener un costo superior a la enfermedad misma. Sin embargo, el costo se ha salido absolutamente de control. El hecho de que Estados Unidos cuente con la máquina para imprimir dinero, puede ser que no evite la quiebra de este país desde el punto de vista formal de la economía. Otra cosa muy diferente es que ese regalo de dinero lo estuviera dando con tal de evitar algo que no fue capaz de contener, el estallido social.
El día que George Floyd fue detenido por supuestamente intentar comprar tabaco con un billete falso de veinte dólares, ninguno de nosotros fue consciente de lo que se desencadenaría a raíz de ello. Y es que bajo el modelo de supremacía blanca en el que vivimos, el oficial Derek Chauvin, tras esposarlo –y a pesar de estar siendo grabado–, tomó la decisión de posar su rodilla sobre el cuello de Floyd durante ocho minutos y cuarenta y seis segundos, causándole una muerte por asfixia y provocando la mayor explosión social en Estados Unidos desde la Guerra Civil.
Ni la Gran Depresión ni la muerte de Martin Luther King ni los innumerables incidentes raciales que han tenido lugar en Estados Unidos habían tenido la trascendencia que ha obtenido esta crisis. ¿Por qué? Porque desde la Segunda Guerra Mundial el mundo no se había enfrentado a la muerte de la forma que lo está haciendo con el enemigo presente en todos los hogares estadounidenses, llamado Covid-19. Un enemigo ante el cual todo el poderío y todas las capacidades estadounidenses han sido insuficientes para abatirlo. Y no sólo lo digo por la relevancia numérica y estadística que representa el número de contagiados y muertos en Estados Unidos, sino por los efectos colaterales de la pandemia, entre ellos la destrucción sistémica de la economía.
Esta crisis en la que actualmente vivimos, se ha llevado por delante tres factores muy importantes en territorio estadounidense. Primero, se ha llevado la principal razón política para volver a votar por Donald Trump. Segundo, se llevó por delante a los más de cuarenta millones de estadounidenses que actualmente se encuentran desempleados. Y tercero, acabó con la inocencia de las personas, instaurando una sociedad regida por el miedo y la violencia.
George Floyd ha sido la mecha, la causa, pero sobre todo, el pretexto para que la sociedad estadounidense arda y se queme bajo sus propias contradicciones. Y es que no es posible vulnerar de manera constante las esencias de la Constitución de un país como lo ha hecho Estados Unidos en los últimos tiempos y esperar un resultado positivo. Cuando lo que le puedes ofrecer a tu pueblo no es solamente “sangre, esfuerzo, lágrimas y sudor”, sino que tu carta de presentación está basada en la incapacidad de manejar un virus que además de muerte ha traído un hambre insaciable. Y cuando vives en una situación bajo la cual en algún momento determinado todos pueden acabar siendo los próximos George Floyd, sin poder respirar, ese es el momento de volver la vista a ese personaje que ha provocado estos días de fuego y furia y que piensa que nunca pagará las consecuencias de sus acciones.
En medio de este momento de la historia –acompañado por muchos rasgos apocalípticos– existe una serie de gobernantes que han elegido jugar a la ruleta rusa con sus países, los cuales ya pueden estar enfilándose en la senda de los elefantes rumbo hacia el viaje final. Evidentemente, Donald Trump es uno de los integrantes de esta lista de gobernantes. Jair Bolsonaro también forma parte. Y hay otros que –guiados por sus soberbias, sus certezas o sus creencias– están más o menos emprendiendo la misma dirección. Pero tanto los procesos electorales venideros como todo aquello que suceda a partir de aquí, se encargará de ir poniendo a cada uno en su sitio. Mientras tanto, ha llegado el momento en el que el mundo necesita volver a respirar.
EL FINANCIERO.