Ramón Alberto Garza
Está claro que falló la política de “Abrazos y no balazos” con la que el presidente Andrés Manuel López Obrador decidió enfrentar al crimen organizado.
Como novedad –y solo por unos meses- la frase se le festejó al inquilino de Palacio Nacional. Pero en los hechos nada avanzamos en mejorar los índices de seguridad. Vivimos cifras históricas de criminalidad.
Y lo que es peor, el crimen organizado con el que se buscó incesantemente ese pacto de abrazos, le está respondiendo a mas balazos al gobierno de la Cuarta Transformación.
El asesinato del juez Uriel Villegas Ortiz y de su esposa Verónica Barajas es un acto desafiante, un crimen de Estado como muy bien lo calificó Arturo Saldívar, presidente de la Suprema Corte.
Se le quitó la vida a un juez que murió por hacer su trabajo, como también lo dijo la secretaria de Gobernación, Olga Sánchez Cordero.
Fue uno de los jueces que penalizó a Rubén Oceguera González, “El Menchito”, hijo de Nemesio Oceguera Cervantes, alias “El Mencho”, jefe del cártel Jalisco Nueva Generación. Por ello acabó extraditado a los Estados Unidos.
Y también fue el juez que le negó el amparo a otro hijo de capo, a Ismael Zambada Imperial, “El Mayito Gordo”, hijo de Ismael “El Mayo” Zambada. Su decisión judicial permitió que al hijo del capo lo extraditarían a Estados Unidos.
Pero esta descomposición no se da por generación espontánea, ni es casual. Es el reflejo de las políticas de un gobierno que en la palabra pregona una cosa y en los hechos practica otra.
Alguien piensa que después de este crimen artero cometido contra un buen servidor público, que segó dos vidas y dejó en la orfandad a dos pequeñas de 7 y 4 años, ¿algún juez se atreverá a sentenciar a algún personaje del crimen organizado y mas aún colocarlo en la categoría de extraditable?
Eso es exactamente lo mismo que piensan miles de elementos del Ejército Mexicano o de la Marina que cuestionan si vale la pena arriesgar sus vidas buscando la captura de narcotraficantes, que serán protegidos o liberados por el mismo gobierno.
El vergonzoso episodio de Ovidio Guzmán López, capturado en Sinaloa y liberado en el acto por órdenes “de quien sabe quien”, fue un bofetada contra quienes arriesgaron sus vidas en la captura.
Si se le hubiera detenido, estaría hoy purgando sentencia con su padre en los Estados Unidos. Al momento de su detención, la petición de extradición ya estaba hecha.
¿Cómo les explicamos a las familias del elemento de la Guardia Nacional muerto y de los 7 militares heridos en esa captura que acabó en liberación, que sus huérfanos y sus lisiados fueron en vano?
Mas vergonzoso aún es el episodio del saludo del presidente Andrés Manuel López Obrador a María Consuelo Loera Pérez, la madre de “El Chapo” Guzmán.
Ella no fue al encuentro con el mandatario; el inquilino de Palacio Nacional fue hasta la sierra de Badiraguato para su encuentro con ella. Demasiada deferencia para tramitarle un pasaporte que la llevara a Estados Unidos a ver a su hijo extraditado.
¿Cómo les decimos a los miles de elementos de la Guardia Nacional y de las Fuerzas Armadas que pongan su pecho por la Patria para luchar contra el identificado enemigo, cuando la mano del Jefe Supremo está tendida hasta para gestionarles una “visa humanitaria”?
Y también de vergüenza cómplice es la fuga en enero de este año de Víctor Manuel Félix Beltrán, alias “El Vic”, hijo del operador financiero del “Chapo” Guzmán, a quien cinco días antes se le había notificado su orden de extradición a los Estados Unidos.
¿No es curioso que en todos los casos –El Menchito, el Mayito Gordo, El Vic e incluso el de Ovidio Guzmán- se trate de casos de hijos de grandes capos que fueron extraditados, o estarían en proceso de serlo.
El hecho nos recuerda aquella famosa narco guerra que en 1986 sacudió a Colombia y de la que emergió una organización criminal bautizada como Los Extraditables.
Como apéndice del Cártel de Medellín, el comandante en jefe de Los Extraditables era nada menos que Pablo Emilio Escobar Gaviria, el “Chapo” colombiano.
Su objetivo era impedir la extradición de narcos colombianos a los Estados Unidos. Y para disuadir al gobierno del presidente Virgilio Barco, decretaron una sangrienta guerra.
Cualquiera que se promoviera o facilitara la extradición de sus capos pagaría con su vida.
Y así asesinaron a Guillermo Cano, director de El Espectador, para luego volar con explosivos las instalaciones de ese periódico.
Son los mimos Extraditables que durante siete días mantuvieron secuestrado al candidato a la alcaldía de Bogotá, Andrés Patrana, afin a las políticas de extradición.
Los mismos que secuestraron e hirieron al procurador Carlos Mauro Hoyos y asesinaron de 31 balazos al comandante de la Policía de Antioquía, Valdemar Franklin Quintero.
Fueron esos mismos Extraditables los que asesinaron al candidato presidencial Luis Carlos Galán –el Luis Donaldo Colosio colombiano.
Y los que en 1989 atentaron contra el vuelo 203 de Avianca, un drama en el que perdieron la vida 207 personas y en el que presumiblemente viajaría el también candidato presidencial César Gaviria.
Coincidencia o no, el juez Uriel Villegas estaba “en falta” contra los jefes narcos. Sus fallos permitieron la extradición de los hijos de El Mencho y de El Mayo Zambada.
¿Podría ser este indignante asesinato el lanzamiento mexicano de la saga colombiana de Los Extraditables?