Francisco Ortiz Pinchetti
El tema ha vuelto a surgir incluso a nivel internacional a raíz de la pandemia, como una posible respuesta de fondo a la situación vulnerable de los pueblos en desarrollo, literalmente azotados por la crisis económica derivada de la contingencia sanitaria que vivimos. Foto: Crisanta Espinosa, Cuartoscuro.
La absurdamente llamada “vuelta a la nueva normalidad”, que para algunos está equivocada y peligrosamente a la vuelta de la esquina, debiera plantearse a partir de iniciativas audaces verdaderamente trascendentes, que vayan mucho más allá del regreso a la actividad económica y a la convivencia cotidiana. Es decir, medidas que modifiquen la realidad actual de países como el nuestro y abran cauce a un nuevo concepto de sociedad, sin desplantes demagógicos.
Una propuesta en tal sentido es la Renta Básica Universal (RBU). El tema ha vuelto a surgir incluso a nivel internacional a raíz de la pandemia, como una posible respuesta de fondo a la situación vulnerable de los pueblos en desarrollo, literalmente azotados por la crisis económica derivada de la contingencia sanitaria que vivimos.
Es la gran oportunidad.
Hace tres años dedicamos en este espacio un texto acerca de esa propuesta, avalada por connotados economistas de la talla de Milton Friedman (Premio Nobel 1976), que en países como Finlandia, España, Francia y otros de Europa y América Latina es motivo de análisis y debates serios e inclusive programas piloto previos ya a su implementación.
En México, esa idea que fue planteada originalmente en los años setentas por Gabriel Zaid, y que inclusive estuvo a punto de ser incorporada a la nueva Constitución de la Ciudad de México en 2014, tuvo la mala fortuna de ser adoptada como propuesta de campaña, primero del Frente Ciudadano por México –que lo denominó “Ingreso Básico Universal”– y después del candidato presidencial panista Ricardo Anaya Cortés, lo que desvirtuó su esencia.
Para colmo, Anaya Cortés ni siquiera la tomó en serio, pues luego de esgrimirla entre sus prioridades de hecho la abandonó. Nunca planteó los detalles de su implementación y de su viabilidad ni profundizó en sus alcances. Nada más la manoseó. Y el tema quedó arrumbado junto a las toneladas de carteles, pancartas y pasacalles de la campaña. Y se perdió la oportunidad de un debate profundo sobre sus posibilidades.
Hoy, ante los estragos catastróficos de la crisis, retoma el tema la Comisión Económica para América Latina y el Caribe (CEPAL), organismo regional de la ONU, que se se ha pronunciado a favor de un nuevo régimen de bienestar y protección social que incluya el establecimiento gradual, progresivo y sostenido de un ingreso básico universal en el subcontinente latinoamericano. La propuesta de la CEPAL ha favorecido que en nuestro país surjan apoyos diversos al tema y sobre todo se reabra la posibilidad de debatirlo a fondo.
De entrada habrá que subrayar que la RBU no es una ayuda temporal de emergencia, como algunos la entienden. Tampoco está dirigida exclusivamente a los sectores más pobres y vulnerables de la sociedad, ni siquiera a los directamente afectados por la pandemia de la COVID-19 que enfrentan desempleo y carencias agudizadas.
La definición de la Renta Básica Universal es concisa, como escribe el economista español Daniel Raventós Pañella, doctor en Ciencias Económicas y profesor de la Universidad de Barcelona. Se trata de un ingreso pagado por el Estado a cada miembro de pleno derecho de la sociedad, incluso si no quiere trabajar de forma remunerada, sin tomar en consideración si es rico o pobre, o dicho de otra forma, independientemente de cuáles puedan ser las otras posibles fuentes de renta, y sin importar con quien conviva.
“Más escuetamente: es un pago por el mero hecho de poseer la condición de ciudadanía”, resume el doctor Raventós, en cita que recoge hace unos días el Senador Martí Batres Guadarrama, de Morena, en su columna de El Universal.
Es decir, lo recibiríamos igual usted, yo, Carlos Slim, el barrendero del parque, el Arzobispo Primado, el obrero de la Volkswagen, el albañil de la esquina, Andrés Manuel, el abogado, el taquero ambulante, el empresario, la trabajadora doméstica, el médico, el niño recién nacido, el Diputado, la secretaria, el futbolista o el viene viene de la cuadra. Todos.
En noviembre de 2017 escribí aquí:
“No se trata en efecto de una mera ocurrencia. Tampoco es un ardid populista y demagógico, sino todo lo contrario. No es por cierto nada nuevo. Se trata de una utopía, en el más estricto sentido del término: algo muy difícil de lograr, pero posible, que hoy se debate en el mundo entero. Además de ser una medida revolucionaria y justa, digo yo.
“Suena efectivamente ilusorio –y hasta caricaturizable, como hemos visto– el propósito de entregar a cada mexicano, sólo por el hecho de existir, una suma igual de dinero al mes que sea suficiente para su subsistencia digna. A todos, sin discriminación de edad, sexo, origen étnico, actividad o condición económica”.
La pregunta obvia e inmediata es cómo podría costearse ese derecho universal. Expertos calculaban hace dos años que si se destinaban a ello la totalidad de los recursos que se canalizaban a más de seis mil 500 programas sociales que había en el país, cuyo monto global se ha incrementado sustancialmente en el actual sexenio, bastaría para asignar a cada mexicano una renta mensual equivalente a un salario mínimo, “para empezar”, como propone el senador morenista Porfirio Muñoz Ledo, que apoya la idea.
Por supuesto que su implementación tendría que ser de manera paulatina, empezando obviamente por los más pobres, y con la idea de incrementar su monto gradualmente. Ello implicaría que fuera de la mano de una adecuación legislativa y una auténtica reforma fiscal. El problema político es que se trataría de un programa absolutamente institucional, sin cosecha electorera. Y eso no le va a gustar al señor que vive, despacha y pontifica en Palacio Nacional. Válgame.
MSN MÉXICO.