Mi mejor profesorJosé Ángel Solorio Martínez
Mi profesor de Música, Emilio López Machuca, en la Escuela Secundaria Federal Alfredo del Mazo de Río Bravo, Tamaulipas, fue uno de los mentores más influyentes en toda mi vida estudiantil. Su técnica pedagógica, didáctica, era sorprendente –hoy lo pondero y dimensiono–: la mayoría de sus pupilos llegaban al finalizar la Secu, leyendo y escribiendo en el cuaderno pautado. Era un personaje de una sobriedad, monumental. No bromeaba. No chanceaba. Siempre respetuoso. Pocas veces sonreía. Su amabilidad, la mayoría de las veces, era ocultada por su parquedad. –Llevaba la música por dentro–diría alguien, muchos años después cuando lo recordábamos en las charlas del departamento de la Avenida Palacio de Justicia en San Nicolás de los Garza Nuevo León, en nuestros días de universitarios. Sus clases de solfeo, eran maravillosas. Y luego, a cantar los himnos de Tamaulipas, el Nacional y el corrido de Río Bravo. Estoy seguro, que el orgullo por el terruño –la riobravicidad en greña– se la debemos al profe Machuca por sus cantos y por la gallardía con que nos hacía interpretarlas bajo la conducción de su clarinete. Formó varias rondallas y estudiantinas que fueron el primer paso de muchos jóvenes que tiempo después formarían los conjuntos pioneros de Rock de la ciudad. Dudo, que alguno de los miembros de Los Apaches, La Protesta, Los Faraones que luego se transformarían en Blanco y Negro, no hayan pasado por su eficaz cátedra musical. En lo personal, no me llamó la atención tanto su talento para la enseñanza, como su exorbitante modestia. Vestía trajes de lana oscura, chaleco, corbata y brillantes zapatos negros. Cuando en esos tiempos el magisterio ganaba sueldos más que decorosos –los maestros poseían, la mayoría, carros de agencia– él, con una dignidad enternecedora, llegaba a la escuela en una modesta bicicleta. Conducía su vehículo con tan grande destreza, que en su mano derecha cargaba el estuche de su instrumento al mismo tiempo de tomar el manubrio y darle dirección a su medio de transporte. Parqueaba la bici, en un lugar sombreado, se quitaba una como herradura de lámina inoxidable que le detenía en el tobillo la bastilla del pantalón –para no mancharse de grasa, toda vez, que la cadena del bípedo se aceitaba para que funcionara óptimamente– y cruzaba el patio de la Alfredo del Mazo con una prestancia sólo explicada por su grandeza espiritual. Por eso, lo aseguro ahora, fue el profesor que mejor me educó para la vida: la modestia te humaniza, la humildad te engrandece y el enseñar, es uno de los más grandes actos de generosidad y de humanismo.