Mis profesores, Juan Oropeza y Alicia SuárezJosé Ángel Solorio Martínez No conocí, profesores más generosos y desprendidos que Juan Oropeza y Alicia Suárez. Él, impartía Literatura y Español; ella, Geografía y otras disciplinas afines, en la Secundaria Federal Alfredo del Mazo, en Río Bravo, Tamaulipas. Eran magnánimos, en las formas de impartir sus conocimientos, tanto como en su vida cotidiana. Fueron parte de la oleada de mentores que llegaron a la región en medio del explosivo crecimiento demográfico y económico de la frontera producto del boom algodonero. Juan, era un elegante caballero. A pesar de los calorones y tolvaneras en la comarca, por lo regular vestía de saco sport, camisa blanca, pantalones de marca y mocasines. Era güero, rostro afilado, pelo castaño, que siempre usó con un corte de moda por esa época: flet up; memorable, el peculiar look del profesor. Alicia, era una dama que sobresalía de entre la comunidad magisterial femenina por su vozarrón y su enorme estatura. Guapa la señora; blanca, pelo castaño a los hombros. Usaba unos coloridos vestidos –de vuelo y abajo de la rodilla– que toda mujer que se apreciara de seguir la moda, debía llevar en los años 60 y 70 del siglo pasado. El maestro, poseía un verbo florido, sin ser meloso. Su cátedra, no era de las más favorecidas por el interés de los educandos; la Gramática, la Sintaxis, la Prosodia y otros artefactos del lenguaje escrito y hablado fueron menos complicados que el farragoso mundo abstracto de las Matemáticas, pero de similar densidad y oscura profundidad para la mayoría de la concurrencia. De alguna forma, se las arreglaba para hacer de su clase un espacio ameno. La profesora Licha Suárez de Oropeza –así la conocíamos sus alumnos y sus colegas educadores– su cátedra la impartía con prestancia. Parecía adivinar, en la mirada de los alumnos, cuando el tema no era del todo asimilado. No cuestionaba al estudiante –siempre imaginé que lo hacía con cierto respeto, para no avergonzar a quienes algunas veces transpiramos dudas–, se regresaba al tema y pacientemente explicaba hasta que ella consideraba diluida toda interrogación en el grupo. Licha, más enérgica con sus educandos que Juan. Me ganó la admiración por ellos, debido a dos eventos independientes. Los vi sin poses. Visualicé su grandes almas. A mitad de la clase, el maestro Oropeza, se acercó discretamente, a mi condiscípulo. Modesto de recursos –como la mayoría de los que formábamos el grupo– Luis se sentaba en el banco a mi izquierda. Casi al oído, susurró algo a mi compañero. Con el rabillo del ojo, vi que con el mayor sigilo puso en su mano derecha un billete. Silencioso, como había llegado, regresó al frente del grupo. Curioso, en el recreo le pregunté a Luis: –¿Qué te dijo el Profe?.. Un tanto apenado, dijo: –Me dio 50 pesos, para que me corte el pelo. Al final de la clase de Geografía, la maestra Alicia, llamó a Pedro. Le dijo algunas palabras con voz inaudible y le entregó una papeleta. Pregunté a mi compañero: –¿Qué te dijo la profesora?.. Contestó: –Me dio un vale para que pasara por unos mapas y unos cuadernos a La Sonaja. (La Sonaja, era una exitosa papelería que los esposos Juan y Alicia habían puesto para proveer a la comunidad estudiantil de material didáctico). Vi esa acción, repetirse innumerables veces. Mucho aprendí de esos ejemplares profesores. No sólo de Español y Geografía. Me enseñaron, que la generosidad enaltece aún más, –tanto para el que recibe, como para el que da– cuando se ejerce en el respetuoso y solidario espacio de la discreción.